Carta de un sacerdote del Instituto Mater Boni Consilii

En el 20º aniversario de la fundación de la Casa San Pío X ha salido publicado el nº 39 de “Opportune, Importune”:

Apreciados lectores,

El documento que tenéis en la página precedente, la “Carta a los fieles”, fue escrito hace ya veinte años, cuando se inauguró la Casa San Pío X del Instituto Mater Boni Consilii, que celebra ahora su vigésimo aniversario.

En estos últimos veinte años la situación en la Iglesia ha empeorado aún más, con graves consecuencias también para la sociedad, tal y como se nos advierte en el Evangelio: “Vosotros sois la sal de la tierra; pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué se salará? Para nada aprovecha ya, sino para tirarla y que la pisen los hombres”. Los hombres del modernismo han injuriado a Cristo y a su Iglesia, que pese al torpe intento de querer ganarse la simpatía del mundo (un tema recurrente en Pablo VI), no ha dejado de crecer el desprecio general hacia estos servidores infieles.

Sesenta años tras el inicio del Concilio Vaticano II, la religión católica ha dejado de estar presente en la enseñanza, en los ritos y en la disciplina de los modernistas, ya que éstos difunden otra religión, o mejor dicho, la ausencia de la misma religión. En efecto, bajo su sentimiento religioso se esconde un verdadero y propio ateísmo, la última consecuencia de la herejía modernista, como ya advirtió San Pío X en los inicios del siglo XX (desgraciadamente poco escuchado por los oportunistas de su tiempo). Al fin y al cabo, si realmente creyeran en la revelación divina, ¿Cómo podrían a actuar y hablar de tal manera? Tal “divinidad” no es más que la pobre humanidad seducida por la tentación luciferina del orgullo y la desobediencia: “Seréis como dioses”.

Incluso las personas más sencillas pueden constatar la pérdida de la fe viendo la arquitectura de las nuevas iglesias: la ausencia de la verdad ha provocado la ausencia de la belleza (entendida según lo enseñado por Santo Tomás: integridad, harmonía y esplendor), ha dejado espacio a una tétrica mediocridad, donde tristes personajes gesticulan en el transcurso de liturgias bochornosas.

Las consecuencias en el ámbito de la moral resultan inevitables: si se aceptan las doctrinas erróneas del modernismo, ¿Por qué deberíamos permanecer católicos ante determinados comportamientos humanos? Los pecados que contradicen la profesión de la fe son más graves que los vicios de la carne y sin el auxilio de la gracia resulta una ilusión poder vivir cristianamente.

La situación cada vez más grave en la Iglesia no ha perdonado al “tradicionalismo” católico. El rechazo y la aversión hacia el modernismo me empujaron en 1983 a entrar en el seminario de la Fraternidad de San Pío X, en Ecône, – en aquella época era casi un referente obligado para quien no aceptaba el Concilio y la “misa nueva” – donde en 1988 recibí las sagradas órdenes. Primero fui llamado a desarrollar mi ministerio sacerdotal en Lorena y después, durante once años, en el priorato de Spadarolo, en las cercanías de Rímini.  Mis reservas hacia la Fraternidad no faltaron: la presencia de muchos sacerdotes y seminaristas “liberales”, la liturgia de Juan XXIII, la imagen de Juan Pablo II en las sacristías… Pero el entusiasmo juvenil me empujó hacia adelante y a sofocar (culpablemente, ¡muy culpablemente!) los tormentos de conciencia a causa de la desobediencia habitual a quien reconocía como papa legítimo.

Las divisiones internas en la Fraternidad contribuyeron a distorsionar la conciencia: si la “izquierda” esperaba – a pesar de tantos escándalos contra la fe – el acuerdo con el Vaticano (primero con Juan Pablo II y luego con Benedicto XVI), alinearse con la “derecha” anti-acuerdista, la de los “puros y duros”, críticos con el “papa hereje” y el “papa masón” (aunque luego lo nombraban cada día en el Canon de la Misa), parecía satisfacer las exigencias de la ortodoxia.

Ambas posturas se retrotraían (y se retrotraen) a la línea de Mons. Marcel Lefebvre, quien con su excesivo pragmatismo, trató siempre de mantener unidas ambas tendencias en el seno de la Fraternidad para salvar a la misma. Fraternidad que, progresivamente, pasó de ser un medio a convertirse en un fin, un fin al que salvar a toda costa, incluso a expensas del testimonio de la verdad, minada por los compromisos. Ambas facciones podían (y pueden) justificar sus posiciones y alimentar sus ambiciones aduciendo declaraciones del fundador: ora con un tono más conciliador, ora más extremista, dependiendo de las circunstancias.

Como he explicado en la carta, dichas posiciones – actualmente representadas por la Fraternidad “histórica” y por los lefebvristas de la denominada “resistencia” fundada por Mons. Williamson – eran y son inaceptables. Las consecuencias son evidentes a los ojos de todos. Los “acuerdistas” (unos por convicción, otros por resignación) han obtenido una serie de tímidos reconocimientos (para no herir los “extremos opuestos” del ámbito modernista e interno), pero reales. Con las medidas del Vaticano (basta un sello para convertir la “Roma modernista” en la “Roma eterna” …) se les ha revocado la excomunión (luego, ¿era válida?); han obtenido la “jurisdicción” para las confesiones (¿antes eran inválidas?); se les ha concedido la facultad de celebrar matrimonios mientras sea el párroco “conciliar” quien reciba los votos de los esposos, limitándose el sacerdote de la FSSPX a celebrar la Misa; se les ha concedido la facultad de proceder a ordenar sacerdotes sin permiso del ordinario de la diócesis en donde se encuentran los seminarios; la Fraternidad puede recurrir sin problemas (y sin vergüenza) a los tribunales de la Roma “modernista”, perdón, “eterna”, para reducir al estado laical a alguno de sus miembros.

¿Cuál es el resultado de todo esto? Un cierto aumento de fieles y puede que de vocaciones, argumento utilizado para tranquilizar a los más perplejos y convencerlos de que solo han supuesto ventajas. No obstante, en realidad, en los acuerdos las concesiones han ido de un lado al otro. Las manos de los modernistas han dado mucho no sin pedir algo a cambio. De hecho, sería suficiente la aceptación de la “communicatio in sacris” en la celebración de matrimonios para demostrar por dónde ha llevado el camino de los acuerdos y de la rendición.

El modernismo ha llegado a las actuales aberraciones de Bergoglio – precedidas y preparadas por aquellas otras de Juan Pablo II y Benedicto XVI – no obstante una Fraternidad cada vez más silenciosa por no herir a quien ha sido tan generoso con ella. Las voces públicas discrepantes provienen, cada vez más, “del interno” del bando oficial (la “alta iglesia” representada por prelados como el card. Burke o Mons. Schneider) y cada vez menos de la Fraternidad. También es verdad que no faltan, aún esporádicas, algunas declaraciones críticas, pero quien conoce bien los mecanismos de la política sabe que uno puede ser el partido de la oposición y de gobierno al mismo tiempo, según los contextos y los intereses (actuando como oposición frente a los irreductibles, como gobierno en los despachos romanos).

Este estado de cosas ha causado graves desavenencias en el seno de la Fraternidad, con la salida de decenas de sacerdotes y centenares de fieles (además de los nuevos hay que considerar también las salidas), tanto en Europa como en América, organizados en torno a la llamada “resistencia”. Para estos lefebvristas no deben hacerse acuerdos con el Vaticano (al menos por hoy, mañana ya se verá ya que se trata siempre del “Santo Padre”), la “Iglesia” y el “Papa” deben convertirse y “abrazar la Tradición”, salvaguardada solamente en las iglesias lefebvristas (la iglesia entendida como edificio que atrae a las “pequeñas iglesias” cismáticas, como lo expresaba en el 2000 el abbé Michel Simoulin). Obviamente para los “resistentes” la Sede no está vacante y por lo tanto no quieren tener nada que ver con los “sedevacantistas”. En la mejor de las hipótesis lo consideran una mera opinión, para nada vinculante.

Paradójicamente Mons. Williamson, el artífice de la “resistencia”, en los últimos años se ha movido a la izquierda de la Fraternidad “acuerdista”, defendiendo la validez de la “misa nueva” y la participación en la misma (aunque no es necesario ir hasta Gran Bretaña para oír o leer tales cosas, que hacen que se revuelvan en la tumba sacerdotes como don Francesco Putti, enterrado en Velletri).

Continuando el análisis de la situación, el empeoramiento en los últimos 20 años está ante la vista de todos. Se ve como la mentalidad lefebvrista no ha golpeado solamente el perímetro oficial de la misma (tanto de la histórica como la de la “resistencia”), sino que ha contagiado a todo el “tradicionalismo”. El cual ha asimilado la proposición de que la Esposa de Cristo es falible, pudiendo el magisterio de los papas contener errores, con el debido respeto a las promesas de Nuestro Señor. En los ambientes del tradicionalismo hodierno pululan personajes surgidos de la nada (no basta con la conversión de una persona para habilitarla como formadora de personas: no todos son como san Pablo), que además  del error falibilista difunden ideas extrañas o incluso contrarias a la “buena batalla” de tiempo atrás (también en conferencias organizadas por la Fraternidad y a las que son invitados), aumentando la confusión y minando los principios de los católicos de buena fe (aunque a veces demasiado curiosos e itinerantes).

Luego tenemos el grave problema de la validez de los nuevos ritos de ordenación sacerdotal y consagración episcopal, que pone en la mesa, como una consecuencia inevitable, una fuerte duda sobre la validez de las celebraciones de la Ex Ecclesia Dei y del Summorum pontificum (que fue acogido con el canto del Te Deum por la Farternidad) y de los sacramentos administrados en esos contextos. El grave problema está también en aquellos sacerdotes diocesanos que celebran y confiesan en los prioratos lefebvristas sin haber sido reordenados: da pena y rabia pensar que las almas que, aun creyéndose permanecer fieles a la Iglesia, se encuentran en dichas condiciones. La cantinela lefebvrista “nosotros hacemos lo que la Iglesia ha hecho siempre” se convierte en un insoportable desafino.

Estas reflexiones mías han recorrido las etapas que me llevaron a mi decisión, a la luz de la confrontación entre la verdad católica y los errores del Concilio. Probablemente no gustarán a todos los lectores, pero la verdad no puede callarse (conozco a sacerdotes que aunque queriendo dejar la Fraternidad cambiaron de idea precisamente por el miedo de perder el respaldo de una parte de los fieles). El modernismo sabe bien que el “tradicionalismo” católico, aunque numéricamente irrisorio, representa una voz que hay que reducir al silencio. Después de largos años de persecución abierta, durante la cual los sacerdotes y laicos fieles a la Iglesia tuvieron que soportar todo tipo de vejaciones, se ha optado por la vía de la asimilación, favoreciendo el trasvase de un lado a otro: lo demuestran lo acontecido con Alianza Católica y Ecclesia Dei, en particular en la diócesis de Campos.

La última fase a la que estamos asistiendo, inaugurada por Benedicto XVI, es la del “camuflaje”. Ratzinger, uno los últimos participantes en el Concilio que sigue vivo, actuó con astucia contra la oposición, sustituyendo a los ojos de la opinión pública a los “tradicionalistas” por los “conciliares” que parecen tradicionalistas, como ya hemos apuntado a propósito del Burke de turno. Del mismo modo el truquito del nuevo misal, hasta ahora nunca aceptado por los defensores de la Tradición, y que ha sido presentado como “rito ordinario” de la Iglesia y en cuanto tal aceptado por una gran cantidad de “opositores” con tal de disfrutar del “rito extraordinario”. Recuerda a aquella jugada maestra de la que hablaba Mons. Lefebvre.

Quienes deberían haber continuado combatiendo a cara descubierta a los ocupantes de la Sede Apostólica no lo han hecho, precisamente por aquellas incongruencias internas arriba mencionadas. Desgraciadamente también entre las filas del “Tradicionalismo” la sal se ha vuelto sosa.

Por todos estos motivos agradezco a Nuestra Señora del Buen Consejo el haberme permitido conocer y abrazar públicamente la Tesis de Cassiciacum, de Mons. Guérard des Lauriers. La única explicación correcta acerca de la situación actual de la Iglesia. Al mismo tiempo que le agradezco el formar parte del Instituto Mater Boni Consilii y poder desarrollar mi ministerio sacerdotal con la conciencia tranquila.

Estos veinte años no han sido fáciles, especialmente los comienzos, y las dificultades a la hora de desarrollar mi ministerio continúan, ya que siendo el Instituto una pequeña obra en el interior de la Iglesia los medios son escasos y los obstáculos demasiados. Sin embargo, la perseverancia de tantas almas que desde hace tiempo acuden al Instituto, la formación de nuevas familias y el aumento de feligreses registrado en los últimos años, son un estímulo a proseguir por el camino estrecho pero bendecido por la fidelidad incondicionada a la Iglesia y al Papado, sin buscar atajos basados en la prudencia humana.

El 30 de junio próximo, 20º aniversario de la Casa San Pío X y de su apostolado, en el altar del pequeño oratorio dedicado a María Auxiliadora, recordaré en el Memento de los vivos a todos mis hermanos, a los benefactores, a los fieles y a los amigos, también a aquellos que lo fueron solo durante un tiempo. En el Memento de los difuntos rezaré por las almas de todos aquellos que, gracias también al ministerio de esta Casa se presentaron con el hábito nupcial ante el juicio divino y por las almas de tantos amigos y conocidos difuntos.

Que Nuestra Señora del Buen Consejo, San José y San Pío X, nos concedan lo más rápido posible el triunfo de la Iglesia frente a sus enemigos internos y externos, y la restauración de la única liturgia agradable a Dios. En espera de todo ello, invoquémoslos para conservarnos fieles en el lado correcto, que no puede ser otro que aquél íntegramente católico, apostólico y romano.

Don Ugo Carandino