Donoso Cortés

(Extraído del nº 51 de la revista Sodalitium)

Carta a la redacción de Sodalitium

He leído con atención, más aún, he devorado como siempre el último número de “Sodalitium” y mucho de lo que se dice no me cuadra, aunque pudiera ser culpa de mi escasa comprensión, pido disculpas de antemano. Esta vez hay una cosa que me ha chocado particularmente y por ello me he animado a escribirles. En el artículo del P. Torquemada sobre el asunto de Alianza Católica y similares, cita entre los autores considerados “bestias negras” que inspiraron el esoterismo de Cantoni & C., el nombre de Donoso Cortés (pp. 19 ss) junto al resto, incluido el de Maistre, cuya afiliación ya había sido señalada antes por don Curzio.

Ahora bien, no es que yo sea un admirador compulsivo de Cortés (lo único que sé de él lo sé por lo que dice Cammilleri en “Elogio del Sillabo”), pero, el aprecio que le tienen muchos amigos sacerdotes, me ha empujado a buscar en el artículo los motivos de la oposición hacia este autor por parte del P. Torquemada; también es verdad que no era el lugar preciso para demostrar la malicia intrínseca de los escritos de Cortés (me refiero sobre todo a lo que se dice en la p. 23), pero no he encontrado nada que justificara tal hostilidad.

Carta firmada. 

Donoso Cortés

Padre Torquemada

Querido amigo,

No me sorprende su estima incondicional por Donoso Cortés (a partir de ahora D.C.) si solamente lo ha conocido a través de Rino Cammilleri, un escritor loable por tantos escritos, pero unido estrechamente a Alianza Católica.

En el pensamiento de Donoso Cortés se pueden distinguir dos periodos: el liberal y el católico. Doy por hecho que no aprobaba el liberalismo, que su pensamiento católico le valió enfrentamientos sobre todo a partir de 1848, con el famoso Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo.

El “Ensayo sobre…”, según la Enciclopedia Católica, “se resiente de las ideas de la escuela tradicionalista de De Maistre y De Bonald, que tanto influyeron en el proceso interior de la conversión de Cortés” (En la nota Donoso Cortés). En el epígrafe sobre “Tradicionalismo”, la misma enciclopedia incluye a D.C. entre los autores “tradicionalistas”, los cuales afirmaban que “fue totalmente necesaria al género humano una revelación primitiva, no solo para alcanzar las verdades de orden sobrenatural sino también las suprasensibles, es decir, las verdades fundamentales de orden metafísico, moral y religioso: existencia de Dios y concepto del ser, espiritualidad e inmortalidad del alma, vida futura, ley moral obligatoria, etc. Dichas revelaciones llegan a todo hombre por tradición, esto es, a través de la enseñanza oral y social que debe ser aceptada por la fe: la sociedad es el órgano de la revelación primitiva. Al margen de la revelación divina, el hombre no puede alcanzar ningún conocimiento verdadero.” Estas tesis fueron condenadas por Gregorio XVI y Pío IX, después por el Vaticano I, San Pío X (con la Pascendi y el juramento antimodernista) y Pío XII (con la Humani Generis).

El “Ensayo…” de D.C. fue corregido -a petición del autor- por un monje de Solesmes, el Padre Du Lac.“Éste -escribe Allegra en la introducción al Ensayo– encontró afirmaciones que desde el punto de vista estrictamente católico, podían ser interpretadas de una forma extremada e incluso erróneas. Y en una carta al autor aconsejó que las corrigiera” (p.30). “El pensamiento de D.C. no será comprendido -escribía el benedictino-; será acusado de abrazar los sistemas ya condenados en Lamennais y Bautain, de suprimir toda distinción entre fe y razón, entre orden natural y orden sobrenatural” (p. 52, nota 9).

¿Se equivocaba? Leamos a D.C. incluso después de las susodichas correcciones, en lo tocante a la confusión entre lo natural y lo sobrenatural: “Lo sobrenatural está sobre nosotros, fuera de nosotros, dentro de nosotros mismos. Lo sobrenatural circunda lo natural y lo penetra por todos sus poros.” (Cap. VI). Sobre la incapacidad de la razón para conocer las verdades, las naturales incluidas, afirma: “El hombre prevaricador y caído no ha sido hecho para la verdad, ni la verdad para el hombre prevaricador y caído. Entre la verdad y la razón humana, después de la prevaricación del hombre, ha puesto Dios una repugnancia inmortal y una repulsión invencible. (…) Por el contrario, entre la razón humana y lo absurdo hay una afinidad secreta, un parentesco estrechísimo; el pecado los ha unido con el vínculo de un indisoluble matrimonio.” (Cap. V) ¡Lutero en estado puro!

Sin la razón todo conocimiento solo puede provenir de la revelación primitiva, de la cual se encuentran restos en todos los pueblos: “Dios era unidad en la India, dualismo en Persia, variedad en Grecia, muchedumbre en Roma. El Dios vivo es uno en sustancia, como el índico: múltiple en sus personas, a la manera del pérsico; a la manera de los dioses griegos es vario en sus atributos; y por la multitud de los espíritus (dioses) que le sirven es muchedumbre a la manera de los dioses romanos. (…) las teologías humanas no eran sino fragmentos mutilados de la teología católica, y a que los dioses no eran otra cosa sino la deificación de alguna de las propiedades esenciales del Dios verdadero, del Dios bíblico.” (Cap. II).

No obstante, D.C. fue atacado por un tal abbé Gaduel, colocado por el obispo liberal Dupanloup. Los buenos lo defendieron porque era papista y antiliberal, y los malos lo atacaron por el mismo motivo; aunque incluso los amigos de la Civiltà Cattolica admitieron que a veces el autor “no fue capaz de ajustarse en sus escritos a la precisión en los vocablos, dando a los adversarios pretextos razonables para maquinaciones y censuras” (año IV, vol. II, p. 187).

Terminaré citando extensamente a un admirador de D.C., Menéndez Pelayo, en su célebre Historia de los heterodoxos españoles (libro VIII, cap. III, pp. 384-386 ed. 1951):

“Nadie se acuerda ya de los destemplados ataques del abate Gaduel, que obligaron a Donoso a acudir reverentemente a la Silla Apostólica. Pero, aun reconocida la destemplanza y mala voluntad del crítico, tampoco es posible canonizar, ni nadie de sus mismos amigos y admiradores defiende, las audaces novedades de expresión que usó Donoso al tratar delicadísimos puntos de teología, ni tampoco sus opiniones ideológicas, aprendidas en una escuela que no es ciertamente la de Santo Tomás ni la de Suárez, sino otra escuela siempre sospechosa, y para muchos vitanda, que la Iglesia nunca ha hecho más que tolerar, llamándola al orden en repetidas ocasiones, y en el último concilio de un modo tan claro, que ya no parece lícito defenderla sino con grandes atenuaciones. En suma, Donoso Cortés era discípulo de Bonald, era tradicionalista, en el más riguroso sentido de la palabra, pareciendo en él más crudo el tradicionalismo por sus extremosidades meridionales de expresión. Incidit in Scyllam, cupiens vitare Charibdym. Por lo mismo que en otros tiempos había idolatrado en la razón humana, ahora venía a escarnecerla y a vilipendiarla, refugiándose en un escepticismo místico. Del extremo de conceder a la razón el cetro del mundo, venía ahora al extremo de negar la eficacia de toda discusión, fundado en el sofisma de que el entendimiento humano es falible, como si la falibilidad, es decir, el poder engañarse, llevara consigo el engañarse siempre y forzosa y necesariamente. Siempre serán intolerables en la pluma de un filósofo católico, aunque se tomen por figuras retóricas y atrevimientos de expresión, frases como éstas, y no son las únicas: «Entre la razón humana y lo absurdo hay una afinidad secreta, un parentesco estrechísimo. El hombre prevaricador y caído no ha sido para la verdad, ni la verdad para el hombre prevaricador y caído. Entre la verdad y la razón humana, después de la prevaricación del hombre, ha puesto Dios una repugnancia inmortal y una repulsión invencible.» Dígase, no obstante, en desagravio de Donoso que quizá su palabra le arrastre donde no quisiera ir su pensamiento, y que, cuando de tan rudísima manera arrastra y abate por los suelos a nuestra pobre razón, no quiere sino encarecer las nieblas y ceguedades y la flaqueza y miseria que cayeron sobre ella después del primer pecado. Pero es lo cierto que, tomadas sus frases como suenan, dan a entender que Donoso Cortés negaba en absoluto las fuerzas de la razón para alcanzar y comprender las verdades del orden natural. Decir que la razón sigue al error adondequiera que va, como una madre ternísima sigue, adondequiera que va, aunque sea el abismo más profundo, al hijo de sus entrañas, es pasar los términos de toda razonable licencia oratoria y hasta injuriar al soberano Autor, que ordenó la razón para la verdad y no para el error. Pues qué, ¿cuándo un filósofo gentil alcanzaba por raciocinio la espiritualidad del alma o la existencia de Dios, su razón se iba tras de lo absurdo con afinidad invencible? ¡Adónde iríamos a parar por este camino! Por muy embravecido que hubiesen puesto a Donoso contra la discusión las orgías parlamentarias y los folletos proudhonianos, no le era lícito ni conveniente (ne quid nimis) reproducir las desoladas tristezas de Pascal ni la tesis del obispo de Huet de imbecillitate mentis humanae.

Otras cosas sonaron mal en el Ensayo. Eran impropiedades de lenguaje teológico, perdonables siempre en pluma laica y no avezada a tratar tan altas materias, o bien genialidades y desenfados de estilo, inseparables del escritor, no nacido para la mesura en nada, y por esto de imitación peligrosa. Unas veces decía: «El Dios verdadero es uno en su sustancia, como el índico; múltiple en su persona, a la manera del pérsico; vario en sus atributos, a la manera de los dioses griegos.» Y otras veces sostenía que «Jesucristo no venció al mundo ni por la santidad de su doctrina ni por los milagros y profecías, sino a pesar de todas estas cosas». Calamidad del estilo oratorio, que se va tras de la imagen, la expresión original, la paradoja o la ingenuidad y que por lograr un efecto no duda en sacrificar lo exacto y preciso a lo brillante.

Hablando de hombres de la estatura de Donoso, puede decirse sin reparos toda la verdad. La parte metafísica, la parte de filosofía primera, no es lo más feliz del Ensayo. Casi toda puede y debe discutirse, y quizá no haya entre los católicos españoles quien la patrocine y profese íntegra. Aun la misma doctrina de la libertad humana está expuesta por Donoso en términos peregrinos y que pueden inducir a error al lector poco atento. Donoso se mantuvo casi extraño a la restauración escolástica; su educación era francesa; sus mayores lecturas, de publicistas de aquella nación; de aquí la falta de rigor de su lenguaje. Lo que inmortaliza al libro es la parte de filosofía social.

(…) Completan la obra católica de Donoso su polémica con el duque de Broglie y la carta al cardenal Fornari sobre el parentesco y entronque de las herejías modernas. Pero digo mal, no la completan; la mejor corona de aquella vida, segada antes de llegar a la tarde, la mejor obra y el mejor ejemplo de Donoso fue su muerte de santo, acaecida en París el 3 de mayo de 1853. Dios nos conceda morir así aunque no escribamos el Ensayo.”

Hoy quizás podríamos hacer un juicio más severo que el que hizo Menéndez Pelayo sobre la doctrina (no sobre la persona) de D.C.; la confusión entre lo natural y lo sobrenatural -retomada por De Lubac-, la negación del valor de la razón humana sostenida por el modernismo, el mito de la “tradición primitiva” renovado por Guénon y sus seguidores, hacen que los errores de D.C. estén más de actualidad y sean, por lo tanto, más peligrosos que en el pasado. Una vez más se confirma, pues, que las ediciones Rusconi de Cattabiani & Zolla tienen un buen olfato… (desde su punto de vista, claro).

Saludos cordiales.