Homilía sobre la “canonización” de Pablo VI

Don Francesco Ricossa

Iglesia de San Luis Gonzaga en Albarea (FE)
14 de octubre del 2018

 

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén
Alabado sea Jesucristo, por siembre sea alabado.Estamos celebrando el Domingo XXI después de Pentecostés, con la memoria de San Calixto, Papa y mártir.
Hemos escuchado las lecturas de la misa de hoy:

  • Primero, un pasaje de la epístola de San Pablo a los Efesios que presenta al cristiano como un militar armado con todo aquello que necesita para luchar no contra un enemigo de carne y hueso, sino contra el demonio.
  • Y luego en la lectura del Evangelio se nos presenta por medio de una parábola el perdón de las ofensas recibidas que debemos practicar con nuestros enemigos. Esta parábola es como una explicación de la oración del Padre Nuestro: “Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”. Seremos juzgados con la misma medida que nosotros usemos para con los demás. Si somos rigurosos para con el prójimo, así de riguroso será Dios con nosotros; si somos misericordiosos con los demás, Dios será misericordioso con nosotros.

Ahora bien, quiero detenerme por un momento sobre un tema de actualidad – normalmente en la homilía prefiero no hablar de la actualidad, pero a veces es casi indispensable –. Esta mañana, en la Plaza San Pedro se realizó la canonización de Pablo VI junto a otras personas elevadas al honor de los altares.

Cuando se produce una canonización es un día de fiesta para toda la Iglesia. De hecho, los santos son nuestros amigos y entran en la vida cotidiana de los fieles. La Iglesia, con un decreto infalible – el Papa es infalible en la canonización de los santos – propone a esta persona, a este cristiano, elevado al honor de los altares para la devoción de los fieles. Primeramente, para que le rindan un culto. Un culto litúrgico, no de adoración que solo se da a Dios, sino un verdadero y propio culto. Secundariamente el santo entra en nuestra vida de oración, se le reza, se le invoca, dándosenos – además – como modelo de todas las virtudes cristianas, comenzando por las principales: la fe, la esperanza y la caridad; y luego, evidentemente, todas las demás.

De esta manera, siguiendo e imitando a los santos, nosotros estamos seguros de imitar al mismo Cristo y de poner en práctica el Evangelio, caminando por la vía de la eterna salvación.

Si la Iglesia no fuera infalible en la canonización de los santos entonces podría engañarnos, no solo en el decirnos que quien está condenado está en el cielo con el Señor, sino sobre todo nos engañaría en el camino que debemos seguir y el modelo que debemos imitar. Consecuentemente nos apartaría del sendero de la santidad, pues le rendiríamos culto a quien no es digno de ello, y esto es aún mayormente inadmisible. Por caso, los herejes del pasado, que dudaron o negaron la santidad de algunas personas canonizadas, fueron justamente condenados por la Iglesia.

Deberíamos pues alegrarnos, sin embargo, hoy no es un día de fiesta. Hoy es un día de luto, de dolor y también de escándalo para la Iglesia. Y hablo en particular respecto a la seudo canonización de Pablo VI.

Y recalco, no me atrevo a juzgar las intenciones ni la persona pues ello le corresponde solo a Dios – que conoce el corazón de todo hombre –. Mas, Pablo VI no puede ser presentado a los católicos como modelo a seguir ni como intercesor a quien rezar y venerar.

El santo, de hecho, debe practicar todas las virtudes y de manera heroica, extraordinaria, superando al cristiano común, al cristiano devoto. No hablaré ahora de las otras virtudes sino que me limitaré a la virtud de la fe.

¿Verdaderamente Pablo VI ha practicado de manera heroica la virtud de la fe, hasta el punto de ser para todos nosotros un ejemplo a seguir? Lamentablemente, tenemos que responder que no. No es un modelo a seguir.

Ved que con la canonización de Pablo VI lo que en realidad se quiere canonizar, santificar y presentar como modelo irreformable, puesto que quien es santo lo es para siempre, y que ha de penetrar en la vida de oración de todos los fieles es el Concilio Vaticano II. De hecho han sido canonizados todos sus autores: primeramente Juan XXIII – quien inició el Concilio, inaugurando la primera sesión y encaminándolo por una pésima vía –, seguidamente Juan Pablo II – que vivió plenamente para el Concilio – y por último, ahora, Pablo VI, quien concluyó y suscribió el Concilio, de cuyo hecho proviene su inexistente aunque aparente autoridad.

¿Qué cosa le ha dado Pablo VI a la Iglesia con el Concilio, sobre todo desde el punto de vista de la fe? Cabe responder que lo que se aprecia a simple vista es la demolición del Papado, emanando ello de los documentos principales del Vaticano II. Por caso, Pablo VI, como sabéis, depuso simbólicamente la tiara que le fuera entregada el día de su coronación. Esta deposición de la tiara fue concebida como una deposición del Papado, al menos como hasta entonces se había conocido.

Él quiso, como todavía escuchaba ayer por la tarde en la radio, que la Iglesia no fuera a partir de ese momento “piramidal”, como dicen hoy en día los modernistas – con el Papa en la cúspide como Vicario de Cristo y Sucesor de San Pedro –, sino que fuera “sinodal”, colegial. Esto es, el Obispo de Roma como un hermano entre los demás. Esto es lo que pretendían. Luego los más grandes enemigos del papado lo encontramos en él y en los que le han sucedido.

Secundariamente abrió las puertas, ¿a quién? A la herejía. Si no se puede afirmar que Pablo VI fuera un hereje, sí que se puede afirmar que fue fautor de la herejía, ya que es evidente y programático, puesto que entraba dentro del programa del Concilio, tratando de favorecer la herejía por todos los medios favoreciendo a los herejes. Por ejemplo, el ecumenismo qué es sino un intento de favorecer a la herejía y a los herejes que la propagan. Véase en los principales documentos del Concilio: “Lumen Gentium”, “Unitatis redintegratio”, “Orientalium Ecclesiarum”, todos estos escritos están plagados de ecumenismo.

En tal orden de cosas, Pablo VI quiso abrir y favorecer en la mentalidad de los fieles las religiones no cristianas, la infidelidad, con el documento “Nostra aetate”: el judaísmo en primer lugar, el islamismo, el hinduismo, el budismo e incluso el mismo paganismo.

Así, hemos visto a los aparentes sucesores de Pedro rezar como hebreos devotos -esto no lo realizó él pero sí sus sucesores siguiendo su ejemplo- volverse hacia la meca para “orar” e incluso beber “pociones mágicas” de pueblos paganos. Pero, de dónde vienen estos excesos sino de la “Nostre aetate”, que Pablo VI firmó y en la cual presenta positivamente a todas estas religiones no cristianas – que no pueden provenir de Dios, sino del demonio como claramente señala San Pablo en la Epístola a los Efesios –.

Y después encontramos su apertura hacia el mundo moderno. Pablo VI tenía un espíritu de admiración por el mundo moderno; un espíritu casi de vergüenza considerando a la Iglesia Católica desfasada respecto del mundo moderno y que debía disculparse porque la Iglesia no era como el mundo moderno.

Él proclamó, dirigiéndose a ateos y humanistas modernos, estas palabras terribles: “Nosotros, más que cualquier otro, tenemos el culto del hombre”. Ciertamente el culto del hombre es una idea que en Pablo VI toma el lugar del culto a Dios. No quiere decir esto que abiertamente haya renegado de Dios, pero siempre o casi siempre veía las cosas desde el punto de vista del hombre, del hombre moderno: magnificado con su progreso, con su modernidad y siempre atemorizado respecto a que pensará el hombre moderno, cuál será la reacción del hombre moderno, etc. Así por caso, aceptó del hombre moderno el dogma del laicismo, la laicidad (véase el Estado laico) con el documento “Dignitatis humanae personae”.

Sorprende que bajo su “pontificado” en Italia, otrora defensora del catolicismo, entró el divorcio y luego con su sucesor entraría el aborto hasta llegar a día de hoy en que la familia ha sido destruida en sus fundamentos, desconociéndose actualmente en que ésta consiste en la unión indisoluble entre un hombre y una mujer. Hasta este punto, hasta esta monstruosidad hemos llegado.

Pues estos son los frutos del Concilio y de la declaración sobre la libertad religiosa, y como consecuencia de ello fueron desmantelados los Concordatos con Italia y España, donde todavía el Estado proclamaba a Jesucristo como Rey. Es sin duda el liberalismo moderno quien inspiró a Pablo VI. ¿Cómo pudo entonces Pablo VI practicar heroicamente la virtud de la fe cuando él mismo fue el autor de la libertad religiosa que su predecesor Gregorio XVI llamó “un delirio”? Es pues “un delirio”, no la virtud de la fe.

En “Gaudium et Spes” encontramos esta idea de la Iglesia en escucha del hombre y del mundo moderno. Y aún más, la idea de excusar al ateísmo moderno, atribuyendo la culpa a los creyentes de presentar a Dios de una forma indigna infundiendo miedo en aquellos que no creen en Dios. Y con los no creyentes el hombre debería construir la sociedad terrena: creyentes y no creyentes (una palabra discreta en aquel tiempo para referirse a los comunistas) deben juntos construir el mundo y la sociedad. Esto lo tenemos reflejado en la aplicación práctica con la “Ostpolitik”, toda la política de entendimiento con el comunismo que para Pablo VI parecía destinado a una victoria segura y con el cual debía llegar a acuerdos y compromisos, a espaldas y sobre la piel de todos los católicos (incluidos obispos y cardenales) que sufrieron en las cárceles. No olvidemos a Mindszenty, aquél valeroso cardenal destituido por Pablo VI. Y, ¿Cuál fue su culpa? Haber mantenido la Fe, haber sido encarcelado y padecido en manos y pies las llagas como los apóstoles y Cristo, combatiendo el monstruo de aquel tiempo: el comunismo ateo. Mindszenty no está en los altares, no ha sido proclamado santo, sino Pablo VI aquél que lo traicionó.

Ved así pues como todas estas verdades son canalizadas después hacia el sacrilegio sumo, la máxima impiedad: el haber puesto la mano sobre los sacramentos y el Sacrificio de la Misa. Tocar los ritos de los sacramentos y el rito de la misa, que provenían no del Concilio de Trento sino de siglos y siglos atrás, de tiempos inmemorables (al menos en su esencia), es ya en sí mismo un pensamiento impío, puesto que nosotros lo recibimos no lo creamos. Pero más impío todavía es el pensamiento de tocarlos para transformarlos en un sentido ecuménico. Traducido, para favorecer la herejía de Lutero quien odiaba la misa más que cualquier otra cosa, con el odio típico de los apóstatas, de los sacerdotes que abandonan el sacerdocio, de aquellos que traicionan su propia fe, la propia batalla, de un sacerdote que reniega de la fe y de la misa. Lo vemos claro, odiaba la misa. Pues bien, acudieron a preguntar a pastores protestantes cómo debíamos nosotros celebrar la misa. Esto es aterrador.

Yo que he vivido aquellos tiempos y he sido testimonio junto con generaciones más ancianas que la mía, he visto cómo algunos sacerdotes morían de sufrimiento al ver cómo destruían sus iglesias, demolían sus altares y les prohíban decir la Misa. He visto en Véneto, por ejemplo, a un sacerdote que fue internado en un manicomio porque quería continuar diciendo la misa. Otro que revestido fue sacado del altar mientras decía la misa por la policía, siguiendo órdenes de quien obedecía al terrorismo de Pablo VI. Decir la misa de la ordenación de cada uno de estos sacerdotes y del mismo Pablo VI era considerado un crimen, expulsado de la iglesia y obligado a decir la misa en salones para bailes, bajo las escaleras, en restaurantes, como si fuera algo de lo que avergonzarse. Hemos sido obligados a decir la misa en esos sitios, ¿Por qué? Porque estábamos siendo perseguidos, ¿Por quién? Por Pablo VI. ¿Y para favorecer a quién? A los protestantes. Es una traición, la alta traición. Y, ¿Cómo se puede canonizar al traidor?

Que él haya hecho todo esto con una buena y recta intención pensando en su utopía que era la única forma de salvar la Religión en nuestros días etc., esto no lo sé. Que lo haya hecho por malicia, esto no lo sé. Pero él lo ha hecho y no puede ser puesto como modelo, ni un verdadero papa y sucesor de Pedro puede canonizar infaliblemente a alguien que santo no es. Esta es la realidad.

Ahora bien, frente a esta realidad ¿debemos aceptar esto como todas las otras cosas que hemos aceptado hasta ahora? La gente ha aceptado y metabolizado todas aquellas cosas como si no ocurriera nada. ¿Es posible que en la plaza San Pedro, donde reposa el cuerpo del primer Papa – San Pedro – y el de San Pio X y el de otros santos, sea canonizado un perseguidor de la Misa católica, de los Sacramentos y de la doctrina y la verdad de la Fe? Esto es lisa y llanamente inaceptable. Nosotros, por tanto, debemos perseverar en la fe, a pesar de lo que ha sucedido y lo que sucederá aún peor, combatiendo al demonio, que – en definitiva – es el autor de todas estas cosas.

Pablo VI admitió que después del Concilio esperaba la llegada de un tiempo de florecimiento de la religión, de la piedad, de la devoción; pero en cambio ha sobrevenido el invierno, la desolación, a tal punto que él mismo llegó a decir “por alguna grieta a entrado el humo de Satanás”, pero la realidad es que fue él mismo quien hizo entrar este humo de Satanás, las fisuras las ha abierto él, las grietas y los golpes con la piqueta los dio también él. Quizás no solo él, pero ciertamente él también.

Hemos visto como fruto de esta grieta los seminarios se vaciaban, cómo miles de sacerdotes abandonaban su propio hábito y Pablo VI les daba la dispensa para copular en injustas nupcias, cómo se cerraban conventos y parroquias… ¿Cuántas parroquias ya han dejado de tener párroco? Hemos visto desaparecer la Fe, el triunfo de las leyes más ateas y cómo un país católico como el nuestro convertirse en un país impío. Y todo esto son los frutos del Concilio.

Después del Concilio de Trento hubo un periodo de florecimiento de la santidad: santos extraordinarios, una reconquista, una evangelización, los pobres fueron verdaderamente ayudados, las almas salvadas, tantos y tantos verdaderos santos. Pero, después del Concilio Vaticano II ¿qué sucedió? Acaeció una desolación espantosa, al punto que nosotros mismos – todos nosotros – que buscamos mantenernos firmes en la fe, vemos las consecuencias y lo difícil que resulta también para nosotros.

Y todo esto sucedió después de Paulo VI y a causa de Pablo VI.

Ahora, queridos fieles, debemos resistir. Nos toca resistir. ¿Cómo? Viviendo en gracia de Dios. No nos olvidemos que el autor de todos estos males inicialmente es el mismo Demonio, el enemigo de Jesucristo, que es celoso, envidioso y malvado. Él ha querido destruir – creyéndolo que fuera posible –, la obra de Jesucristo, pero aquello que ha logrado es arruinar a tantas almas y lo sigue haciendo.

Para enfrentarnos al demonio San Pablo nos insta a revestirnos con la armadura de Dios, poniéndonos el calzado del Evangelio de paz, la coraza de la justicia, el yelmo de la salvación, tomando el escudo inexpugnable de la fe y empuñando la espada de la palabra de Dios, sea ya la Escrita o la de la Tradición, revelada por Dios y propuesta a nosotros por la Santa Iglesia. Estando así armados podemos combatir contra las insidias y las flechas incendiarias del Enemigo. Esta es la batalla a la que somos llamados, no solamente a combatir contra aquellos de carne y hueso, aunque también, sino sobre todo contra el demonio.

Recordemos que aceptando el pecado mortal nosotros no vencemos, sino que morimos, somos privados de todas las armas, siéndonos arrebatas esta coraza, este yelmo, esta espada, este escudo, quedando desarmados y a la merced de aquél que nos ha vencido. Que no ocurra nunca, que después de haber proclamo nuestro rechazo a todos estos errores no caigamos víctimas de aquél que los ha propagado, el demonio. Tratemos, al contrario, de triunfar contra él primeramente en nuestra alma haciendo reinar a Jesucristo, también en nuestras familias y después tratar de trabajar para la gloria de la Iglesia y la restauración del orden en la Santa Iglesia.
En cuanto a Pablo VI, Dios se apiade de su alma.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén
Alabado sea Jesucristo, por siembre sea alabado.