La Iglesia no es pecadora

La Iglesia no es pecadora

(Sodalitium N° 50)

Una corriente de pensamiento progresista sostiene hace algunos años que la Iglesia no es santa, sino pecadora, y por esta razón debe arrepentirse de las faltas cometidas. Los representantes de esta corriente son Von Balthasar (creado cardenal por Juan Pablo II), H. Küng (“La Chiesa”, Brescia, 1969), y Giuseppe Alberigo en “Chiesa santa e pecca-trice. ¿Conversione de la Chiesa?”, Magriano, 1997). Esta corriente ha igualmente influenciado al pensamiento de Juan Pablo II, expresado en la Carta apostólica “Tertio Millennio adveniente”, publicada el 10 de noviembre de 1994, en la cual dice: “[Es justo que…] la Iglesia se haga cargo, con una conciencia más viva, del pecado de sus hijos… Es necesario hacer una retractación, invocando con fuer-za el perdón de Cristo” (n° 33-34). Contra esta corriente el Cardenal Giacomo Biffi, Arzobispo de Bologna, publicó un estudio para demostrar que la Iglesia es santa y no puede tener ninguna mancha: ella se entristece y reza por sus hijos caídos en pecado, pero permanece inmaculada. El estudio de Biffi es, pues, de gran importancia, ya que recuerda valientemente una verdad implí-citamente negada incluso por Juan Pablo II.

Una expresión de San Ambrosio

SAmbrogioS

El estudio se centra en una expresión de San Ambrosio, hoy convertida en moda, que define a la Iglesia como una “casta prostituta”. Los católicos saben que es dogma de fe que la Iglesia es santa. Los enemigos de la Iglesia por el contrario buscan a todo precio demostrar que es pecadora: en ese caso, no estaría preservada por Dios de errores y fal-tas, sería pues una sociedad humana como tantas otras y no podría presentarse más co-mo la única verdadera religión, puesto que es la única en haber sido creada por Nuestro Señor Jesucristo, que es Dios. He aquí que esta expresión de un Padre de la Iglesia (y nada menos que San Ambro-sio) parece dar razón a sus enemigos. Además, se puede pensar que otros Padres la han utilizado. “¿Está permitido a los buenos fieles unirse al coro de los murmuradores, aunque sea para favorecer un diálogo abierto y constructivo?”, se pregunta el Cardenal Biffi (págs. 5-6). El libro ente no es una respuesta negativa. En primer lugar prueba (pág. 7), gracias a “tecnologías informáticas modernas”, que San Ambrosio es el único en emplear esta expresión precisa o una equivalente. Luego muestra su significación analizando el texto.

El texto

En el comentario de San Lucas, San Ambrosio se pregunta por qué San Mateo, presentando la genealogía de Jesús, nombra a los dos hijos de Judá, los gemelos Zara y Fares, cuando habría sido suficiente con uno, como hace San Lucas. Para comprender el motivo, exhorta a los fieles a elevarse del sentido literal al sentido alegórico, mostrando que los dos gemelos figuran la vida de dos pueblos, uno según la ley, el otro según la fe. En este contexto alegórico, San Ambrosio trata luego de Rahab, la mujer de Jericó de la cual habla el libro de Josué: “Rahab – que en su persona era una prostituta pero en el misterio es la Iglesia, indica en su sangre el signo futuro de salvación universal en me-dio de la masacre del mundo: ella no rechaza la unión con numerosos fugitivos, puesto que es más casta cuanto más estrechamente unida está al mayor número de ellos, Ella que es virgen inmaculada, sin arruga, sin mancha en su pudor, amante pública, prostituta casta, viuda estéril, virgen fecunda: prostituta casta porque numerosos amantes la frecuentan por el atractivo del afecto, pero sin la suciedad del pecado (casta meretrix, quia a pluribus amatoribus frequentatur cum dilectionis inlecebra et sine conluvione delicti)” (“In Lc.”, III, 17-23). “Se quiere significar, comenta Biffi, que la actividad de prostitución pertenece a la figura, no a la realidad figurada. No se pueden pues hacer apresuradas transposiciones del «tipo» al «antitipo»”. ¿En qué sentido es la comparación? “La Iglesia puede ser simbólicamente reconocida en la mujer de Jericó, únicamente porque ella no rechazó unirse a la multitud de «fugitivos», es decir de todos aquellos que -dispersados y desorientados en la ciudad mundana- buscan al lado de ella un refugio de la perdición… Pero hay una diferencia fundamental. La condescendencia con la cual la Iglesia entre-abre su puerta a todos, como hacen las mujeres de costumbres demasiado fáciles, no solamente no comporta en sí nada de reprensible, sino que indica incluso la fidelidad a su propia misión (y entonces a su Esposo que se la ha asignado). Immaculata virgo, sine ruga, pudore integra»(1). Como para prevenir todo equívoco que pudiera nacer de una comparación innegablemente audaz, se evoca aquí (e incluso se deja atrás) el ardiente lenguaje de Pablo cuando exalta a la Iglesia «no teniendo ni mancha, ni arruga, ni nada parecido» (Ef., V, 27)… La Iglesia es plebeya [pública] en su amor; es decir, no tiene nada de aristocráticamente exclusiva en sus atenciones, que se dirigen hacia todos sin distinción. O, si existen preferencias, éstas son eventualmente por los simples, los humildes, los pobres… En su significado original, pues, la expresión «prostituta casta», lejos de hacer alusión a algo pecaminoso y reprensible, quería indicar, no so-lamente con el adjetivo sino también con el sustantivo, la santidad de la Iglesia, santidad que consiste tanto en la adhesión sin dudas y sin incoherencias a Cristo su Esposo («casto») como en la voluntad de esperar llevar a todo el mundo la salvación («prostituta»)”. En resumen: la Iglesia es casta porque es santa, sin mancha; se puede llamarla alegó-ricamente “prostituta” únicamente en el sentido en que no rechaza a nadie que quiere venir a ella para obtener la salvación del alma.

El pensamiento de San Ambrosio

Biffi aporta otras citas de San Ambrosio sobre el mismo tema para mostrar de manera clara el pensamiento (pág. 15). La Iglesia no tiene mancha, porque, siendo esposa de Nuestro Señor, está protegida por Él. En el comentario al Cantar de los Cantares, el Santo escribe: “«Es un jardín cerrado, una fuente sellada». Cristo dice estas palabras de la Iglesia, que quiere que sea virgen sin mancha ni arruga… Y nadie puede dudar que la Iglesia sea virgen” (“Ep. Extra coll.”, 14, 36-37). “Muchos tientan a la Iglesia, pero ningún hechizo de arte mágica podrá nunca dañarla. Los encantadores no tienen ninguna eficacia allí donde cada día resuena el cántico de Cristo. Ella tiene su encantador: es Nuestro Señor Jesucristo, gracias a quien ella puede volver ineficaces los hechizos de los encantadores y los venenos de las serpientes” (“Exameron”, IV, 33). Para San Ambrosio, la Iglesia es el Cuerpo de Cristo (“In Ps. 118”, 16), la alegría del universo (“In Ps. 118”, 15, 11), el santuario de la Trinidad, morada de la santidad, santa (“Exameron”, III, 5), puerta para la salvación (“In Ps. 118”, 22, 38), lagar de la vida eterna (“De Sancta”, I, 1). La expresión: “Ubi Petrus ibi ecclesia; ubi ecclesia ibi nulla mors sed vita aeterna” (“In Ps. 40”, 3O) (2) es de San Ambrosio. La Iglesia es madre, ya que engendra a los nuevos miembros de Cristo (“In Lucam”, III,38); ella es fecunda porque es inmaculada: “fecunda por sus partos, es virgen por su castidad aunque madre por los hijos que engendra. Somos pues engendrados por una virgen, que concibe no por obra de hombre sino por obra del Espíritu Santo… Nuestra madre no tiene marido, pero tiene un esposo, que tanto ama la Iglesia en los pueblos como en los individuos… como si se unieran con el Verbo de Dios como a un esposo eterno sin que se desaparezca el pudor” (“De virginibus”, I, 31).

La Iglesia y la presencia del mal

Pueden surgir algunos interrogantes acerca de esta santidad de la Iglesia: “Ya que Ella vivió en el tiempo y camina por los polvorientos caminos llenos de las acechanzas del mundo, necesariamente tiene contacto con la iniquidad”. Biffi se plantea tres preguntas (pág. 37) y trae las respuestas dadas por San Ambrosio: 1) ¿Qué influencia tiene sobre la Iglesia el “mal exterior”? 2) ¿En qué medida el pecado, que por cierto se da en la comunidad cristiana, alcanza al “misterio” de la Iglesia? 3) ¿Qué sentido teológico puede darse a la aparente infecundidad y debilidad moral con la cual se presenta a los ojos del mundo?

A LA PRIMERA PREGUNTA el Santo responde: “Como el oro puro, así la Iglesia no es dañada por el fuego; ella se hace incluso más resplandeciente, mientras Cristo no ha venido en su Reino tener a su jefe en la fe de la Iglesia” (“In Ps. 118”, 3, 7). “La Iglesia es golpeada por las olas de las preocupaciones mundanas, pero no es derribada; es golpeada pero no cae; sin dificultad sostiene y modera las sacudidas de las olas y los asaltos de las pasiones corporales. Ella observa los naufragios de los demás, mientras que Ella es exenta y sustraída del peligro; siempre preparada para ser iluminada por Cristo. Y, así iluminada, alcanzar la gloria” (“De Abraham”, II, 11). “La Iglesia no ha vencido los poderes enemigos con las armas del mundo, sino con las armas espirituales que tienen la fuerza de Dios y pueden hasta destruir los poderes amurallados de los espíritus del mal… El Arma de la Iglesia es la fe, el arma de la Iglesia es la oración que vence al enemigo” (“De viduis”, 49). Biffi llama igualmente la atención sobre la relación entre la Iglesia y la Sinagoga, al escribir: “Ambrosio tiene sobre este tema una sensibilidad muy diferente a la hoy dominante, y precisamente por esto puede ser útil estudiar su magisterio. Hay entre Sinagoga e Iglesia como una doble relación: una de oposición y otra de continuidad” (pág. 41). “La verdad existe también en el Antiguo Testamento y anteriormente ésta era del pueblo judío… pero puesto que luego la generación de los judíos se desvía de la conducta de sus padres, he aquí que la verdad se aparta de ellos y pasa a la Iglesia” (“In Ps. 118”, 12, 19).

A LA SEGUNDA PREGUNTA, San Ambrosio distingue a los cristianos de aquellos que eran gentiles, que vivían en pecado (pág. 45). Estos últimos han sido purificados por la gracia de Dios, y absteniéndose de la culpa, son exceptuados del pecado. Es por esto que la Iglesia es ex maculatis immaculata, compuesta por el que antes era pecador: “Ella no está sin mancha desde los orígenes, cosa imposible a la naturaleza humana, si no que ocurre que aparece inmaculada por gracia de Dios y por su propio estado de vida, porque no peca más” (“In Lucam”, I, 17). Por el contrario, en lo que concierne a los pecados de sus miembros, la Iglesia es to-cada de cerca, explica Biffi, “tanto que Ella puede sentir en sí misma, como molestia y como herida propia, toda acción reprensible de sus miembros. De estas heridas ella pide ser curada, como la hemorroísa del Evangelio… Las llagas de este género son suyas y no lo son. Son suyas, porque son las de sus hijos; no lo son, porque su misterio de inocencia es inviolable: «No Ella, sino en sus hijos, no Ella, repito, sino en nosotros es herida la Iglesia. Prestemos pues atención que nuestra caída no se vuelva herida para la Iglesia» («De virginitate», 48)”. La Iglesia, siguiendo el ejemplo de Jesús, toma la responsabilidad del pecador: “Toda la Iglesia toma sobre sí la carga del pecador, y debe participar de su sufrimiento por las lágrimas, por la oración, por el dolor” (“De Poenit.”, I, 81). “Que ella llore por ti; que ella derrame lágrimas por tus pecados y llore mucho” (“In Ps. 37”, 10). “Si desesperas de obtener el perdón por pecados gra-ves, sírvete de intercesores, sírvete de la Iglesia, a fin de que rece por ti; mirándola, el Señor te otorga el perdón que podría rehusarte” (“In Lucam”, V, 11).

A LA TERCERA PREGUNTA, el Santo compara la Iglesia a la luna (pág. 52), que puede tener fases: “Ella parece desaparecer como la luna, pero no hay nada de eso. Ella puede ocultarse, pero no puede desaparecer” (“Exameron”, IV, 7). Además el fin de la Iglesia no es el bien sobre esta tierra, sino el bien en el más allá: “La Iglesia pare-ce estéril en este mundo, porque no engendra cosas ni mundanas ni presentes, sino futuras, es decir, no cosas visibles, sino cosas invisibles” (“De Abraham”, II, 72).

Padre Giueseppe Murro

(Giacomo Biffi: “Casta meretriz”. Saggio sull´ecclesiologia d´sant´Ambrogio, Piemme, Casale, 1996, 60 pág.).